the long and winding road (VI; VII; VIII; IX; X)
VI. The lonely and saddest story of Lili and her little animals I
- Caminaré por la vereda pisando estos asquerosos animales -dijo Roxana.
- Okay, no demoro.
Roxana frunció el ceño de una manera espantosa. Aquella mañana de 1998 (ahora tan lejana) ese verano en que los edificios de Las Torres de Limatambo se alzaron como una tremenda manifestación asexuada, yo hablaba con Miriam por teléfono (quien, por entonces, aún se llamaba Miriam) y en realidad, ahora que lo pienso, Miriam fue el gran amor de mi vida... Aquella mañana (porque supongo que serían las diez o las once de la mañana...) de 1998, en la que paseamos nosotras por esos pasajes y esos recovecos incógnitos en busca de algo bueno qué comer, miraba a Roxana (tan triste, tan sola) caminar por un pasaje que se perdería tras una canchita de fútbol de cemento, en donde unos cuántos chicos de tez oscura y sin polo se dieron cuenta de ella y la miraron fijamente.
- Huevona... -le dije a Miriam por teléfono, notablemente alterada- Roxi está mal, no sé qué le pasa...
Traté de alcanzarla con la vista. Encima mío el sol me derretía las pestañas. Roxana se perdió, sumergida en aquel pasaje.
- ¿Qué le pasa, Lili...?
Me acurruqué un poco más en la cabina telefónica.
- Ya te dije que no sé...
El cielo de febrero era azul y transparente. De manera que era fácil imaginarnos en la playa o en alguna situación más agradable.
Hubo una pausa en ambos lados de la línea telefónica.
Inserté otra moneda. Me puse sentimental.
- Vamos, Miriam... necesito verte...
Miriam aflojó. Por lo general no le gustaba que yo vaya hasta su departamento, el cual compartía con su hermano (una docena de veces mayor y más lista que ella) en uno de esos edificios enormes de Las Torres de Limatambo que parecía una ciudad entera del mismo color: básicamente rojiza y anaranjada...
- Está bien. Espérenme allí. Espérenme nada más un par de minutos... -Arguyó Miriam.
Colgué el aparato y aminoré el paso conforme fui avanzando; guardé en mi bolsillo un par de monedas. Desde Breña hasta Las Torres de Limatambo había, digamos, cierto espacio que ocupaba tiempo. Y yo, durante aquel verano, recuerdo que usé un par de pantalones tipo jean muy delgados y de colores chillones.
Busqué a Roxana a mi alrededor.
- ¿Dónde estabas?
- Aquí estaba, Lili... ¿dónde más?
Roxana llevaba un canuto prendido entre sus dedos. Me lo pasó después de fumar un buen rato, y en seguida le dije:
- Hace demasiado calor, ¿verdad?
Y ahora que lo pienso, debe haber sido una pregunta muy estúpida, porque Roxana me miró con una cara de demonio que pocas veces se la he visto impregnada.
- ¿Y tú qué crees?
Aquello me provocó mucha pena.
Le propiné un par de besos. Uno en la frente, otro en la mejilla. Se le veía con tantas ganas de largarse y de dejar todos sus problemas sembrados en la tierra, allí, tras una cancha de fútbol, en un inhóspito lugar en Las Torres de Limatambo; y me volví a apoyar en la pared, junto a ella, y seguí fumando.
- Lili, no sé qué hacer -susurró-. No tengo ideas...
- Así pasa, así pasa a veces... -Le aseguré.
Luego vi todos esos caracoles aplastados mientras Miriam se acercaba; en su pelo mojado aún se sentían las gotas de agua resbalar, y estaban todos estos asquerosos cadáveres esparcidos por la tierra, mientras Roxana aún tenía aquel varulo sostenido entre sus dedos, nos miraba mientras nosotras dos nos saludamos y nos dimos un par de besos calientes en las mejillas.
- ¿Qué sucede?
- Nada... -le dije, aunque en definitiva pasaba algo- Roxana y yo anoche terminamos bebiendo... -y lo decía porque anoche habíamos estado juntas y, efectivamente, habíamos estado bebiendo-. Creo que hay algo que no nos quiere contar... -aseguré.
Luego de un suspiro, proseguí:
- En realidad no tengo ni idea de lo que pasa... -Y es que estaba demasiado preocupada pensando en Miriam y en lo hermosa que era, mientras ella se enfrentaba al sol una mañana de febrero cualquiera después de un duchazo.- Bien, creo que eso es todo.
- Bueno... -dijo por fin Miriam.- ¿Qué hay, Roxi? -Finalizó.
Miriam era de contextura delgada y tal vez demasiado baja. El sol de la mañana nos caía en la cara.
Roxana, que estaba tan dispersa (casi en otro mundo) la miró por un segundo antes de darle una nueva pitada a su enorme varulo, y luego botó un montón de humo que quedó flotando en el aire antes de desaparecer. Luego se ajustó el pantalón que llevaba puesto y en donde se encontraban también colores fosforescentes.
Roxana hacía malabares, llevaba consigo cosas...
- Estoy embarazada -dijo por fin.
En cambio, Miriam llevaba un bolso, y en este bolso había una serie de cosas. También llevaba un polo delgado que hacían resaltar sus senos y su pelo, que por lo general se le veía amarillo, o castaño, lo tenía ahora negro, debido a que estaba húmedo y amarrado en una media cola.
Y en ese instante ella me miró. Yo deseé con todas mis fuerzas poder llevarla a una cama donde sacarle de a pocos la ropa.
- ¿Estás segura? -Le preguntó Miriam- ¿Estás completamente segura de ello?
Las tres permanecimos de pié, y miramos la canchita de fulbito despegar. Sujeté a Miriam por un segundo y apoyé mi cabeza en su hombro.
Roxana reaccionó incómoda.
- ¡Maldita sea! -Gritó.
El edificio en el que nos encontrábamos apoyadas era rojo, como casi todos los demás. Y encima nuestro cada ventana traía algo especial. Un color diferente o una cortina distinta. Persianas, o cualquier otra cosa. En una de ellas logré divisar alguna colección de muñecas Barbie e innumerables ositos de felpa. Logré divisar un Garfield color rojo que no me interesó para nada.
Yo era muy joven aún, y no me cuestioné el destino de Roxana.
- Vamos por unas cervezas -gritó.
- ¿Tú crees?
- Sí. Vamos...
Miriam y yo la abrazamos.
VII. Droguerto no tiene a nadie
Cuando me refugié en mi música de manera definitiva, sucedió que mis amigos, de un momento a otro, en la Universidad donde estudiaba y en el barrio, me dieron la espalda. Fue un invierno caprichoso el de 1997 y me dejó sin habla, sin nadie.
Entonces el pelo creció más de la cuenta y a mis dieciocho años hice planes de largarme para siempre de casa. Ya no me interesaba ni mi madre, ni mi padre, ni sus problemas, ni su separación. Cuando por fin la cosa explotó en casa yo me encerré en mi cuarto a dormir y escuchar Nirvana. Kurt Cobain reflejó por entonces mi estado de ánimo y mi depresión.
Por fin llegó la oscuridad total y me oculté debajo de mis ropas negras y mi mal humor constante. Llegó el día en que olvidé de bañarme, y cada vez que salía acomodaba mi walkman negro y mis wiros en el bolsillo delantero de mi pantalón militar. Era un guerrillero (en el sentido más artístico de la palabra) era un músico desconocido y un paria. Pronto la gente con la que me cruzaba en la Universidad eran solo bohemios o drogadictos innombrables. Pronto prefería perderme con ellos y comprar marihuana en lugar de entrar a mi clase de Ética y deontología.
Kurt Cobain se suicidó y yo también me iba a suicidar. Pero mi padre decidió irse de casa antes que yo y nos abandonó. Entonces no me reuní a llorar con ella (mi madre) en su habitación, sino que yo también me encerré, y Kurt Cobian siguió dando de alaridos por toda mi casa junto a una fragancia muy amarga, producto de horas de desvelo y llanto, y mucha droga y desesperación.
Entonces pensé que yo nunca sería bueno para nada. Droguerto nunca será bueno para nada, y nunca le servirá para nada a nadie, pensé, y me deprimí aún más. Un día salí a pasear por mi casa, creo que era un viernes cualquiera sin nada de gloria, y me limité a dar de tumbos por ahí, borracho y sin ningún bar cerca, solo medio wiro sin fumar y un casete de Nirvana que ya nadie escuchaba, sólo un imbésil como yo, sin lugar a dónde ir, y sin nadie, ni un solo amigo se acordaba de mí. Después de años enteros de lucha, después de tantos sueños destrozados y tantas promesas incumplidas, Droguerto se desmoronaba a unos metros de casa. Fue cuando escuché ese ruido extraño. Estaba sentado en las escaleras de una casa abandonada, frente a una de esas enormes construcciones de concreto (tanques) que almacenan el agua sin usar. Escuché el lamento de un gato en medio de la completa oscuridad. Era un gato pequeño. Maullaba. Pero yo no estaba para gatos. Menos para un gato pequeño, de ésos que te piden comida a toda hora y en los que tienes que concentrar toda tu atención. Y este gato estaba varado en medio del parque frente a donde yo fumaba. Maullando todo el tiempo (¿buscaba comida? ¿cariño? ¿un techo dónde abrigarse?) o qué sé yo.
Me apuré en terminar de fumar lo que quedaba del wiro y volver a casa.
Cuando vivía en Magdalena todavía era un niño. Conocí amigos como la Hilacha. Era un tipo mucho menor que yo, algo inquieto, algo gay también, pero sobretodo era un buen tipo. Parecía uno de ésos que van de aquí a allá todo el tiempo, sin pegarse demasiado a nada. Entonces un día conversamos. Le acompañaba su prima Paty. Paty vivía en un hueco, quiero decir, vivía junto a uno de ésos lugares donde expenden drogas de todo tipo. El lugar era llamado por todos Tienda, lo que significaba muchas cosas. Pero nosotros sólo parábamos por ahí, dando tumbos, así que no nos importaba nada. Ni que Paty viviera en un hueco, ni nada. La Hilacha tenía el pelo amotinado. Decía que en cuanto saliera del colegio se dejaría el pelo largo, hasta la mitad de su espalda. Fue una promesa que cumplió.
Finalmente caímos rendidos con la noche. A la Hilacha no le interesaba nada y Paty era casi de su edad. Contemplamos el devenir de las nubes rojizas que ese verano, no recuerdo cual, nos miraron abandonados, arrojados a nuestra suerte en la ciudad.
Yo vivía un romance platónico con Paty.
- ¿Ahora qué hacemos? -preguntó.
- Nada, esperar el placebo... -le dijo la Hilacha.
Tuve unas terribles de abrazar a Paty y decirle cosas horribles.
- ¿Qué es placebo...? -Preguntó Paty, consternada.
Yo no sabía qué hacer. Estaba loco por ella. Paty lanzó una carcajada. Sus facciones eran suaves, y su pelo era desordenado. Sus ojos eran increíbles. No recuerdo qué tipo de cosas vestía, yo no me fijaba en eso.
- Me estás jodiendo -dijo Paty- ¿qué es placebo?
La Hilacha bostezó. Estábamos sentados, mirando el mar. Parecíamos muy tranquilos con todo esto, pero no era cierto. No nos importaba nada. Nunca íbamos a la playa, ni nada.
La Hilacha se susurró algo al oído a su prima. Paty rió. Se miraron de forma extraña. La Hilacha me dijo:
- ¿No es cierto?
Lo miré fijamente.
- ¿Qué cosa?
Retuvo sus palabras en la punta de la lengua, entre sus dientes. Sonrió. Era extraño que Paty, siendo lo hermosa que era, fuese primo de la Hilacha.
- Ya sabes -me dijo- ¡Placebo! -y empezó a moverse de manera extraña.
- ¿Eh?
Yo era algo mayor que ellos, pero muchas veces no entendía lo que decían. Hablaban en clave.
- Puta madre -susurró la Hilacha.
VIII. Gustavo Petrovich
Marcel ha conseguido los demás discos de El Salmón en Quilca. Yo mismo lo he acompañado. Ambos discutimos la situación actual de Marc en el micro.
- ¿Qué dices?
- Que está ensimismado, catatónicamente indefenso...
Marcel miró por la ventana del micro. Sus ojos estaban rojos por la marihuana. No sonreía pero tenía una especie de mueca en la cara. Su bigote estaba crecido y su barba también. El cabello le llegaba a los hombros.
- ¿Cómo que ensimismado?
- Ya sabes -empieza a explicar Marcel-, está enganchado...
- ¿Enganchado a qué?
Marcel volvió a cabecear encima de su asiento. Junto a nosotros había un gringo muy raro que se bajó a la altura de la avenida Arequipa, en Lince. Procedí a sentarme en su lugar, junto a Marcel.
- Entonces, ¿crees que Marc actúe de manera sincera con nosotros?
Marcel sonrió, movió la cabeza de un lado a otro.
- Ya veremos qué pasa... -dijo.
Bajamos y caminamos por Quilca. Es un miércoles cualquiera y no hay dinero ni ganas de hacer nada. Caminamos por la pista y subimos hasta la altura de El Averno. De repente nos dan ganas de fumar y volvemos en dirección contraria. Nos metemos en la feria César Vallejo, donde venden gran variedad de libros usados y discos piratas. Hay puestos donde venden casetes y polos con nombres de grupos subterráneos y “anarcopunks” (había cierto misticismo en todo esto) y Marcel llevaba una camisa de franela a cuadros.
El puesto de La Mosca estaba cerrado. Decidimos dar una vuelta por la plaza San Martín y fumar.
- Marc siempre tan materialista...
- La invitó a ese restaurante...
- ...¿Alfresco?
- Sí...
Estábamos agazapados. La gente alrededor nuestro caminaba y hablaba por igual. Una señora muy gorda separó ambas cejas al vernos fumar, hizo un:
- Ts, ts, ts...
Continuamos hablando:
- Entonces Marc la llevó a comer, pagó con su tarjeta, ya sabes...
- ¿Y después?
- Naa... Se la llevó a caminar por ahí.
- ¿A dónde?
- Al olivar.
Marcel y yo sonreímos.
- Qué romántico...
La señora desapareció confundida entre la multitud. Creo que había un montón de gente lavando la bandera o algo por el estilo. Creo que se respiraba un aire patriótico.
- Entonces Marc le dijo que no sabía besar bien, y le pidió a Lucciana que por favor le enseñara...
- ¡Ja, ja, ja, ja!
- ...y ella lo hizo.
Le di un toque al wiro entre mis manos y boté el humo al cielo carente de estrellas. Habían pintas por todos lados que rezaban cosas como “ABAJO LA DICTADURA”, “¡DEMOCRACIA!”. Lima era un hervidero, las cosas andaban algo inquietas... Pero nosotros fumábamos, y la gente alrededor ignoraba por completo nuestra existencia.
Volvimos a bajar por Quilca:
- Te digo que el huevón hizo que sucediera todo esto, lo complicó todo, huevón.
Marcel asiente. Levanta los hombros. Dice que ya no le importa nada, ni siquiera eso. Pero a mí sí me importa, y vuelvo a pensar en Lucciana una vez más.
Estamos en el puesto de La Mosca. La Mosca es una especie de ente. Pasa la mayor parte de su vida entre Galerías Brasil y Quilca surtiendo de música a algunos puestos especializados en cosas un poco difíciles de encontrar.
- Oye, man... -La Mosca saluda a Marcel con un apretón de manos.
En pocos minutos su puesto ya está abierto al público. No parece tener gran cantidad ni variedad de discos, ni nada. Resulta extraño.
- Conseguí los casetes... -dice, por fin.
Yo estoy cansado de esperar.
Marcel asiente y mira un par de discos de Piero y Charly García.
- Algo le pasa a tu perro... -le susurré a La Mosca.
El perro de La Mosca yace sobre una manta marrón, algo hippie, sucia de barro y de polvo. Señalo sus patas traseras. La Mosca le propina un par de patadas suaves en la cabeza.
- ¡Vamos, Rilo, ya! ¡Levántate!
El perro lanza un suspiro.
Le entrega los casetes a Marcel. La cubierta de los casetes está dibujada con lápiz. Un intento vano de imitar la carátula de El salmón. Marcel le paga diez soles por los cinco casetes. La Mosca dice que en Polvos Azules venden el paquete con cinco discos, no sabe a cuánto. Dice que es una caja, y que en la caja hay un librito con las letras y algunas fotos donde a Calamaro se le ve cadavérico, oscuro, flaco, como un drogadicto... La Mosca sonríe. Dice que se pasó una noche escuchando y grabando el material. La Mosca volvió a sonreír. Está raro el álbum, dice. Un poco rarito está, y termina.
La Mosca dice que lo llamemos por si necesitamos algo de hierva. Yo no sabía que Marcel le comprara a La Mosca marihuana, pero parece que Marcel tampoco sabía que La Mosca vendiera. Yo le pregunto una vez que estamos afuera, cómo conoce a La Mosca. Y Marcel dice:
- Un amigo de la Universidad me lo presentó.
Yo le pregunto que qué amigo de la Universidad es ése que le presentó a La Mosca.
- Un amigo que no conoces.
Volteo y examino los casetes. Marcel parece contento. Parece que ya no piensa más en Lucciana y puede descansar un poco más de todo esto por un rato.
Sonríe.
- Ahora sí debo ser el único sujeto en toda esta ciudad con el álbum completo de El salmón.
Le doy la razón.
- Sí. Tú y el tío ése de Polvos Azules...
Es domingo temprano. Me despierto agitado con el sonido del teléfono. Corro hacia él atravesando la sala de estar con la televisión prendida. Son las doce del mediodía. Contesto el teléfono. Es Walter.
- ¿Cómo te va Gustavo?
- Bien...
- Te he despertado... -Walter lanza una carcajada.
- Así parece.
Asomo mi cabeza por la ventana. Mi madre riega el jardín, sin zapatos, y escucho que Tomás está tocando guitarra en algún lado.
No sé por qué está prendido el televisor de la sala, y lo apago.
- ¿Viste lo que pasó anoche?
- ¿Por qué no apareciste?
Escucho la respiración nasal de Walter...
- ¿Viste lo que pasó anoche?
Veo una vez más a mi madre. Riega el jardín sin zapatos y me temo que se va a enfermar.
- ¿Lo de Montesinos, lo del nuevo vladivideo?
Walter lanza otra carcajada.
- Ya fue el chino, ¿no?
- De hecho.
- Hace rato.
- ¿Y ustedes qué hicieron? -pregunta Walter.
- Estuvimos aquí, en mi casa.
- ¿Quienes?
- Marcel, Marc, yo... y creo que también estaban Dedo y El Men...
Escucho que Walter dice algo así como: esa gente...
- ¿Y qué pasó? -me pregunta- ¿qué pasó con Lucciana y Marcel, y todo ese rollo...?
Me pregunto que por qué Walter pregunta esto, justo ahora, cuando yo lo único que quiero es volver a mi cama y volverme a dormir, o llorar.
- No sé, creo que todo está bien...
Error: Marc había roto un cenicero valioso que estaba estúpidamente escondido debajo de una mesa, alguien había orinado encima de una bolsita incaica de Lucciana, la habían llenado de latas de cerveza y la habían botado a la basura sin titubear.
- ¿Qué más? -preguntó Walter, entre risitas.
Marc y yo nos habíamos batido a golpes escuchando las primeras canciones del segundo disco de El salmón. Finalmente nos habíamos odiado después de poner sobre la mesa nuestra verdadera condición frente a ella.
- ¿Y qué más?
- No sé huevón, fue extraño.
Estábamos en la mesa, sentados, bebiendo, cuando Marc había dicho que yo era un maldito hijo de puta, no sé por qué (supongo que por haber intentado ligar con Lucciana en determinado momento) y yo le dije que el único hijo de puta era él, y empezó a sonar una canción larguísima y absurda (sin duda alguna, desquiciada) en algún momento del disco quinto, y todos empezamos a gritar: que era un puta, que Lucciana era un puta, y que nosotros éramos unos completos hijos de puta por estar así con ella.
- Asu...
- Es todo lo que te has perdido, Walter.
Error: empezamos a llamar por teléfono a números de gente apellidada Eloy (sólo para gritarles ¡Eloy! ¡Eloy!) y a los pocos minutos nos devolvieron la llamada con amenazas de demanda, a eso de las tres de la mañana...
Antes de colgar, Walter me pregunta:
- ¿Y qué más va a pasar ahora con Lucciana?
- Qué más va a pasar... pues nada. Supongo que tarde o temprano desaparecerá...
Walter reniega, dice que no puede desaparecer antes de hacerla con ella.
- ¿Hacer qué con ella, Walter? -le pregunto.
Walter dice:
- Ya sabes, hombre.
Y yo cuelgo.
IX. Marcel´s Fucking Head I
Era joven. Escuchaba Bob Dylan. Me emborrachaba rápido y me enamoraba igual. Luego vinieron días horribles en los que no pude dormir, y esto cambió mi rutina. Empecé a escuchar Nueva Ola por AM, y los lunes se volvieron sábados. Empecé a fumar cigarrillos más de la cuenta. Un día, en la Academia horrible donde me encontraba, me di conque me dolía terriblemente la espalda, y pensé en mis adoloridos pulmones. Pobres pulmones. Comprobé que ya no aguantaba tanto tiempo dentro del agua en la piscina de un amigo, y decidí dejar de fumar. Estaba en esas cuando Marc (mi amigo de la infancia, el de la piscina) me presentó un día soleado de verano a un viejo compañero suyo de su promoción. Se hacía llamar Billy, y este amigo suyo, Billy, me aconsejó fumar más hierba. Yo me reí y le dije:
- Claro. A mí me gustaría fumar ahora mismo un tronchito...
Así que salimos a pasear. Yo no fumaba mucha marihuana entonces, aunque escuchaba Bob Dylan y también escuchaba Lou Reed. Tenía el video completo de Woodstook en VHS que nadie tenía. Había conseguido en Quilca un casete pirata de Pet Sounds de los Beach Boys que aquí es imposible de conseguir. Pensé en ello y le dije a Billy, muy serio:
- Rayos, dónde es que consigues moños tan buenos.
- Bueno... Ehhhermano... La ganya no se vende, tú sabes, es un regalo de Dios.
Marc y yo nos miramos.
- Entonces, me estás diciendo que tú mismo la cultivas...
Billy hizo una pausa, seguía fumando.
- Hermano... la ganya es un regalo de Dios.
- Sí, eso ya lo dijiste. Pero lo que te pregunté es dónde la consigues.
Billy le dio una fuerte pitada a su enorme varulo. Su cabeza estaba repleta de dreads y hablaba con pequeñas pausas. Era un tío realmente molesto.
- Uyy... bueno, qué más da. Les daré el número...
Así conseguidos el número de Pete, cara de chulo. Un dealer que realmente la movía y vendía marihuana a partir de diez dólares. También vendía una excelente cocaína a veinte soles el falso y Billy nos prometió calidad. Al menos en cocaína. Solo nos dijo que tratáramos con cuidado al sujeto. Que a Pete, cara de chulo, le patinaba el coco. Andaba un poco trastornado desde que mataron a su hermano a golpes frente a la embajada de España. Era una cosa de locos.
Así que Marc y yo nos reímos y decidimos comprar una buena cantidad de esa hierba tan verde y dulce que nos había prometido Billy. Decidimos comprar por primera vez marihuana.
- Vamos, Marc. Apúrate.
Fue un día raro. Me desperté demasiado tarde y llevaba conmigo la misma ropa con la que había dormido. Recién empezaba a dormir en el segundo piso que arreglaron mis padres para mí solo, encima de ellos. Así que hacía prácticamente lo que quería. Recuerdo que yo les había dicho: “Es todo, me largo”, y ellos dijeron: “Perfecto, vivirás arriba”. Creo que fue la vez que escuché tres veces seguidas “Like a Rolling Stone” y quise recorrer Estados Unidos como Jack Kerouac en los años cuarentas.
- ¿Por qué te demoraste tanto?
Marc salió disparado. Vestía una ropa de baño vieja y un bibidí blanco.
- No sabía qué excusa darle a mi viejo.
Se empezó a morder una uña mientras caminábamos. Ya esperaba malas noticias de parte suya.
- ¿Y conseguiste el dinero?
Marc rebuscó en su billetera.
- No. Solo tengo diez soles.
- ¿Y ahora?
Dimos vueltas alrededor del parque César Vallejo.
- Vamos a casa nomás. Hace un calor de mierda.
- No. -Le dije- No quiero volver a casa y pensar que todo es igual.
Se me ocurrió una idea.
- ¡Esa gente!
- Qué hay Marcel.
Dedo y El Men me miraron desconcertados. Entonces aún eran casi unos niños.
- Ahí -dijo Marc- ¿qué planes?
- Nahh... Estábamos buscando algo qué hacer. -Dedo era sumamente flaco y su pelo era marrón y desordenado. Su cara era larga y graciosa. Vestía polos muy grandes y pantalones también muy grandes.- ¿Y ustedes, qué piensan hacer?
El Men se dedicaba más que otra cosa a fumar cigarrillos y a andar todo el tiempo metido en la capucha de su sudadera marrón.
- Bueno. Nosotros íbamos a comprar, ya sabes. Algo de marihuana...
A Dedo se le iluminaron los ojos.
- ¿En serio?
- Sí... es solo que no tenemos suficiente dinero.
El Dedo miró a El Men. El Men siguió mordiendo su encendedor con la mirada perdida.
- Eh, ¡eh! ¿Y si yo pusiera lo que falta?
- Bueno, sería excelente.
- ¿Me darías mi parte?
- Claro que sí.
Creo que a Dedo le decían Dedo porque se tenía el dedo al culo...
- Bueno, bueno -dijo Dedo- pero yo no fumo mucho.
- Ni yo.
- Entonces vamos a mi casa. Ahí tengo dinero. ¿Cuánto es lo que falta?
- Un minuto -dijo El Men.
- ¿Qué? ¿Qué sucede?
El Men no llevaba consigo aquella sudadera marrón, pero cuando la llevaba puesta se metía en su capucha y parecía ALF en aquel capítulo en el que se lo llevan a la NASA. Creo que era la primera vez que lo escuchaba hablar.
- Yo también voy a poner.
- ¿Qué? -Gritó Dedo- Yo no sabía que tú fumaras.
- Es igual. -Dijo El Men- ¿Cuánto tengo que poner?
- No lo sé -musité, mirando el parque.- ¿Cuánto es lo que va a poner cada uno?
Ambos me miraron desconcertados.
- Hagamos una cosa. Tenemos que reunir 35 soles. Marc pone 10, y yo pondré 10. Entre ustedes dos, pongan 15. Tomando en cuenta llamadas y todo eso.
Dedo y El Men se miraron.
- Escucha -propuso Dedo haciendo un ademán extraño con sus manos y con todo su cuerpo.- Van a comprar 10 dólares, no.
Marc y yo nos miramos.
- Así parece.
- Y si entre... El Men y yo... hacemos... 10 más.
- ¿Qué, 10 dólares más?
Marc y yo nos miramos.
- Asu, ¿tanta hierba?
- ¿Tú qué dices, Men?
El Men había se vuelto a meter su encendedor anaranjado en la boca.
- Creo que me parece bien.
Entonces tomamos el dinero y caminamos en dirección a su casa.
Llegó el día en el que tuve que meterme a ese asqueroso edificio, donde supuestamente ingresaría a la Universidad. En el transcurso de los meses que habían pasado ese año sucedieron muchas cosas. Me metí con Lucía. La conocí un día de fiesta en casa de unos tíos (creo que Lucía es una especie de pariente lejana, o algo por el estilo, pero ella no lo sabe, y sus padres tampoco lo saben) y luego terminé con ella. También me enamoré de una chica hermosa que sacaba copias en los alrededores de la Universidad Ricardo Palma mientras yo imprimía lo que sería mi primer intento de novela. Tuve ganas de hablarle, pero no lo hice. Y en fin, no es nada importante y sería inútil hablar de ello.
Terminé de leer libros que me sirvieron como herramientas claves para escribir por primera vez una novela. Estaría ambientada en la década de los sesentas, en Estados Unidos. Y sería una especie de fantasía, de vivir en una época en la que me hubiera encantado vivir. Y empecé a vestirme como mis personajes y la gente empezó a mirarme extraño. Me volví vegetariano. Luego mis padres me enviaron a vivir arriba. Pensaron que estaba loco. Aproveché al máximo mi soledad para escribir a mano mientras ellos pensaban que yo estaba estudiando. Luego subirían la PC y sin decirle nada a nadie pasé en limpio aquellos capítulos.
Finalmente un día pasó lo que tenía que pasar, y me llevaron a aquel horroroso edificio que para mí sólo significaba otro gran pedazo de estableshment más hecho concreto. Me llevaron en carro y me desearon mucha suerte en la puerta.
- ¿Qué parte de “yo no quiero ingresar a la Universidad” no entendieron?
- Suerte, mi amor.
Amaba a mi mamá, aún la amo, pero entonces pensaba que ella nunca me iba a entender, y como máximo signo de desprecio y venganza y rebeldía hacia todo me limité a largarme de aquel lugar para siempre sin interesarme por nada en el mundo.
- ¿Qué pasó, Marcel?
Justo tenía que encontrarme con mi viejo en la entrada del pasaje donde quedaba mi casa.
- ¿Estuvo tan rápida la cosa?
- No estuvo nada, papá. -Le dije, muy serio.- Simplemente no lo di.
Fue la crisis más grande del mundo. Nunca vi a mis padres tan decepcionados conmigo. Como muestra de mi desinterés generalizado, subí y me dediqué a escribir todo lo que quedaba de aquel día de verano. A la mañana siguiente no me dirigieron la palabra.
Empecé a leer “Loca sabiduría, la historia de la generación Beat” que ellos mismo me habían comprado. Finalmente, después de leerlo en tiempo record, me convencí de que lo que había hecho era lo correcto. No iba a ser un universitario más; era todo un artista.
Pero artista es un término muy usado y muy manoseado por todos. Yo una vez conocí a un tío horroroso que tintaba cuadros horribles y decía que era un artista. También hay tíos locos que hacen adornos raros con plástico y dicen que es arte. Por mi parte, yo siempre he pensado que las dos formas más importantes de arte son la literatura y la música. Todo lo demás está muy por debajo de estas dos ciencias puras.
Por otro lado, yo siempre me he considerado un instrumento que solo sigue un camino predeterminado en la vida. Un instrumento de Dios. Y esto es ser un artista. Pero lo que yo necesitaba en ese momento no era otra cosa que un buen paco de excelente marihuana en mi haber. Así que llamamos a Pete, cara de chulo, desde un teléfono público, un tanto alejado de nuestras casas.
- Aló, ¿Pete? ¿Pete?
- ¿Quién habla?
- Un amigo.
La comunicación estaba terrible. Se oían chasquidos y una especie de interferencia local.
- ¿Un amigo?
- Así es.
- Yo no tengo amigos.
Dedo y Marc estaban muy impacientes, El Men prendía otro cigarrillo sentado al borde de la vereda.
- Rayos, sólo quiero comprarte dos pacos de diez.
- ¿Diez qué?
- Diez dólares, pues. Me dijeron que solo vendes en dólares.
- ¿Cómo te llamas?
- Marcel.
- ¿Dónde estás?
- Cerca al parque frente al colegio Santa María.
- ¿Cómo estás vestido?
- ¿Eh?
La máquina marcó un pito. Me apuré en meter otra moneda.
- ¿Qué como estoy vestido?
- Sí.
- Llevo un buzo, un polo blanco. Sandalias
- ¿Y qué más?
- Estoy con tres amigos. Uno lleva un bibidí y una ropa de baño, y también lleva sandalias.
- Okay, espérenme allí media hora. Frente al colegio Santa María.
- ¿Media hora?
- Sí... ¿20 no?
- Así es, 20.
- No demoro.
Colgué y nos dispusimos a esperar.
X. The lonely and saddest story of Lili and her little animals II
En el local dentro de Las Torres de Limatambo (sucio, bullicioso) donde Roxana, Miriam y yo conversamos, ponen música que es Nueva Ola durante toda la tarde. Cerca de las seis, nosotras sostenemos con fuerza vasos de cerveza helada mientras alrededor nuestro hay viejos tíos de cabelleras hundidas y voces estereofónicas que por momentos hablan de Roxana y de Miriam como si fueran valiosas piezas de sexo (a pesar de su mal aspecto, y el sol, ¿o es precisamente por sus ojeras y por su piel blanca y resinosa?) y solo después de breves minutos de desconcierto e intoxicación, reconozco entre conversaciones absurdas la voz gangosa de César Hichicaua que sale del viejo aparato del tipo que en este instante atiende la mesa y se ríe.
Yo, mientras tanto, les digo a Roxana y a Miriam que todo va bien, que de seguro son Los Doltons y que ciertamente estamos a salvo en un lugar como este.
- Pero qué lugar tan horrible -balbucea Roxana, mientras sorbe otra vez su vaso y nos mira.
Miriam ríe, y después de eso me lanza una de aquellas miradas que me ponen la piel de gallina y tengo que cruzar las piernas y esperar.
Luego, Roxana agrega:
- Tú no lo sabías, Lili -señalándome, con uno de los dedos que mantiene firmes mientras bebe su cerveza helada y fuma-. Pero yo tenía mucho frío, demasiado frío -eructa, despidiendo una bola de humo por su boca, y otra vez balbucea- y estaba con resaca... -se tambalea, hace un par de movimientos y después se cae- estaba terriblemente mal a eso de las cinco y media de la mañana -me dice-, la única maldita hora en todo el día donde los vientos huracanados del sur se cuelan hasta llegar a la ventana de tu segundo piso en Breña... -Miriam y yo nos miramos, aguardamos con los ojos muy abiertos, y después Roxana nos hace temblar- Pensé que habría un ventilador, ya sabes, en tu sala, o en tu cocina, o en el comedor de tu casa, en fin... en alguna parte, pero no, ¡no había nada! -Aguarda un segundo, y después continúa.- Me levanté del piso como pude, Dios, no era la primera vez que pasaba la noche fuera de casa, pero tenía esa sensación...
Hay un segundo de completo y absurdo silencio en la que todos en el local aguardan inmóviles. Miriam sonríe lo más que puede y se ríe. Yo coloco mi mano sobre una de sus piernas. Roxana sujeta aquella papelina llena de cocaína y se la lleva al baño de prisa.
¿Estaría incómoda?
Le pregunté a Miriam si ella tendría sexo con nosotras.
Miriam rió:
- Pero qué dices Lili -retiró mi mano-. Me estás jodiendo, ¿verdad?
Pensé un segundo en ello.
- No... -le dije- eres tú la que me está jodiendo...
Intenté estamparle un beso, pero eso no funcionó.
Pude sentir bien que algunos de los tíos volteaban a mirar la escena conmovidos. Podía ver ese brillo en los ojos castaños de Miriam. Me erguí.
Escabullí mis dedos dentro de su faldita veraniega.
- No llevas calzón... -murmuré- eres un perra...
Miriam sonrió enseñándome sus dientes. Cruzó ambas piernas y esperó a que Roxana regresara por lo que quedaba de cerveza.
- El último sorbo siempre es el peor -increpé.
Entonces me puse a hablarles de sexo, y les recordé aquella vez cuando estábamos viendo películas mientras caían bombas en Sarajevo. Ambas me miraron extrañadas. Roxana dijo algo en voz alta:
- Oye, Miriam, creo que tu amiguita se me está insinuando...
A lo que Miriam dijo:
- No me digas nada... yo ni siquiera llevo bragas.
No me gustaba la idea, pero estaba ebria hasta la médula. Así que solo me digné a pensar en aquella palabra: bragas. Braguitas. Bragueta. Ansiaba comerme a Miriam. Definitivamente, ansiaba tocarla. Y mojar mi cara en su vagina peluda. Sí. Ansiaba sobretodo eso, lamerla. Lamerla toda. Y pensaba en ello mientras veía a Roxana (aquella chica de pequeña estatura, ojos verdes y azules, y pelo pintado de rojo) pagar algunas de las cervezas y tambalearse ante la estupefacción y la cara de todos aquellos tipos atónitos y viejos borrachos de las Torres de Limatambo durante el oscurecer. Y me sentía en la más mínima expresión. Obsesionada. Me daba asco a mí misma, mientras caminábamos entre aquellos edificios altos por la noche, y mientras Roxana (fuera de sí, completamente fuera de sí) prendía un cigarrillo tras otro. Y los encadenaba. Y por momentos prendía gordos canutos llenos de marihuana riposa que todas fumábamos porque estábamos ebrias, cansadas del sol de febrero, del calor del verano de 1998, del Fenómeno de el Niño y todo ese rollo. Porque ella (Roxana) iba a ser madre. Y había decidido no abortar. Y encima, había logrado mantenerse de pié todo este tiempo, sin tropezarse ni una sola vez en el camino, en la vereda de las Torres de Limatambo. Roxana era fuerte, decidida. Roxana se aventuraba.
Pero yo no.
Yo estaba enamorada de Miriam (¿o eso nunca sucedió?) pensando en ella cada minuto del día. Imaginando que íbamos a ser felices. Que viviríamos en aquella estúpida casa de campo, fuera de los dominios de las Torres de Limatambo al anochecer. Y ella sería poeta (o lo que quisiera ser) y yo sería socialista o feminista o trabajaría en una ONG dedicada a cosas importantes, como la familia peruana, o los derechos del ama de casa, antes de usar una prótesis al momento de hacer el amor con ella.
Roxana nos hizo una de aquellas bromas extrañas.
- Hay que tomarle fotos a nuestras vaginas peludas. Vamos, ¿qué dicen?...
- ¿Ustedes creen que alguno de estos tíos, quiera tomarle fotos a nuestras peludas vaginas?
- No lo sé, ¿están muy peludas?
- Pero qué dicen -agregó Roxana, luego de un prolongado silencio.
- Habría que preguntarles -sugerí.
Nos ocultamos debajo de unas escaleras y el humo.
- ¡Eh! ¡Miriam! ¡Vamos!
- ¿Qué? ¿A dónde?
- Mmm, vamos a mi casa.
- ¡A tú casa! ¡Qué!
- Sí, vamos... Breña no está muy lejos.
Miriam rió:
- Estás loca.
Esperé un par de minutos. Todo me daba vueltas.
- Roxana, ¡vamos! -grité.
- ¿A dónde, Lili? -respondió, minutos más tarde.
- A mi casa, vamos...
Hubo unos segundos congelados donde ambas, Miriam y yo, desesperadamente nos tomamos de la mano. Nos miramos.
- Y en tu casa... en Breña... ¿hay algo?
- ¿Algo como qué? ¿De beber?
- Sí... Lili, ¿hay algo qué beber?
Miré a Miriam. Ella me apretó la mano. Me apoyé contra la pared rojiza de uno de los edificios urbanos dentro las Torres de Limatambo. De pronto pensé en eso y le dije:
- Sí, definitivamente quedará algo de vodka de anoche, estoy casi segura.
Roxana estaba sentada en la vereda a los pies de un edificio. La gente que pasaba por ahí nos miraba. Y Roxana se encontraba agazapada, cubierta por la oscuridad de la noche.
Miriam me miró.
Yo lancé varias miradas al cielo, cubierto de estrellas apenas visibles durante el día. De pronto, de alguno de aquellos departamentos salía música de moda. Miriam sonrió y yo hice lo mismo. Mentalmente nos pusimos a bailar.
Le susurré al oído:
- Vamos.
Miriam negó con la cabeza.
- No tengo ganas, Lili.
- Eh... ¿por qué no?
- No lo sé.
Miré a mi alrededor.
- Confía en mí. Vamos.
No me miraba a los ojos, Miriam tenía la cabeza gacha y no me miraba.
- Simplemente no tengo ganas.
La tensión subió de mis rodillas a mi cerebro, repleto de cocaína. Mis hormonas oscilaban. De pronto me encontraba frustrada.
- Lili, estoy ebria... -aseguró.
Movía su cabeza a ambos lados tratando de alcanzar algo de lucidez. De pronto estaba llorando. Gemía amargamente. Y Roxana también lloraba (o podía ser que llorara desde hacía días) y yo saqué de mi bolsillo un cigarrillo arrugado y me puse a fumar.
- Pero qué les pasa, chicas, por Dios.
Después de varios minutos (en los cuales escupí, sentí rabia, y lloré) Roxana balbuceó con la voz entrecortada:
- No soporto más esto -sacudiendo fuertemente su cabeza-. Me voy a casa.
Miré a mi alrededor. Mi cerebro aplicó una enorme dosis de adrenalina que me devolvió parcialmente a la lucidez.
- ¿Dónde es que vives? -le pregunté, interesada en el taxi y en las posibilidades de que me jale.
- En Salamanca.
Roxana se puso de pié, tambaleante. Sacudió su pantalón viejo y desgastado. Había pasado como una hora. Miriam y Roxana se miraron largo rato. Luego se abrazaron.
Yo me encontraba allí circunstancialmente.
- Bueno, creo que yo mejor me voy.
Caminé un par de metros y esperé a que terminaran de hablar. Miriam y Roxana intercambiaban una serie de oraciones. Se abrazaban, se tomaban las manos. Lloraban. Se volvieron a besar. En la frente, en las mejillas. Conque la cosa se puso extraña y yo me fui.
- ¡Lili!
- ¿Qué pasó?
Había salido ya de las Torres de Limatambo. Era medianoche.
- Te jalo por allí, ¿qué dices?
- Me parece bien.
- ¿Y tú? -Preguntó Roxana- ¿qué vas a hacer, Miriam?
- No sé, ¿qué hay?
Ambas me miraron.
- Miriam, ¿vas a seguir chupando? -le pregunté.
- Sí... Puede ser, puede ser.
Enmudecí.
- No te pareció suficiente.
- Bueno -balbuceó-, es eso o quedarme aquí ¿verdad?
Roxana detuvo un taxi.
- Vengan, las dejaré botadas por ahí.
La situación de Roxana era jodida. Pero aún así, prendió un enorme y verde canuto en el taxi.
- Caminaré por la vereda pisando estos asquerosos animales -dijo Roxana.
- Okay, no demoro.
Roxana frunció el ceño de una manera espantosa. Aquella mañana de 1998 (ahora tan lejana) ese verano en que los edificios de Las Torres de Limatambo se alzaron como una tremenda manifestación asexuada, yo hablaba con Miriam por teléfono (quien, por entonces, aún se llamaba Miriam) y en realidad, ahora que lo pienso, Miriam fue el gran amor de mi vida... Aquella mañana (porque supongo que serían las diez o las once de la mañana...) de 1998, en la que paseamos nosotras por esos pasajes y esos recovecos incógnitos en busca de algo bueno qué comer, miraba a Roxana (tan triste, tan sola) caminar por un pasaje que se perdería tras una canchita de fútbol de cemento, en donde unos cuántos chicos de tez oscura y sin polo se dieron cuenta de ella y la miraron fijamente.
- Huevona... -le dije a Miriam por teléfono, notablemente alterada- Roxi está mal, no sé qué le pasa...
Traté de alcanzarla con la vista. Encima mío el sol me derretía las pestañas. Roxana se perdió, sumergida en aquel pasaje.
- ¿Qué le pasa, Lili...?
Me acurruqué un poco más en la cabina telefónica.
- Ya te dije que no sé...
El cielo de febrero era azul y transparente. De manera que era fácil imaginarnos en la playa o en alguna situación más agradable.
Hubo una pausa en ambos lados de la línea telefónica.
Inserté otra moneda. Me puse sentimental.
- Vamos, Miriam... necesito verte...
Miriam aflojó. Por lo general no le gustaba que yo vaya hasta su departamento, el cual compartía con su hermano (una docena de veces mayor y más lista que ella) en uno de esos edificios enormes de Las Torres de Limatambo que parecía una ciudad entera del mismo color: básicamente rojiza y anaranjada...
- Está bien. Espérenme allí. Espérenme nada más un par de minutos... -Arguyó Miriam.
Colgué el aparato y aminoré el paso conforme fui avanzando; guardé en mi bolsillo un par de monedas. Desde Breña hasta Las Torres de Limatambo había, digamos, cierto espacio que ocupaba tiempo. Y yo, durante aquel verano, recuerdo que usé un par de pantalones tipo jean muy delgados y de colores chillones.
Busqué a Roxana a mi alrededor.
- ¿Dónde estabas?
- Aquí estaba, Lili... ¿dónde más?
Roxana llevaba un canuto prendido entre sus dedos. Me lo pasó después de fumar un buen rato, y en seguida le dije:
- Hace demasiado calor, ¿verdad?
Y ahora que lo pienso, debe haber sido una pregunta muy estúpida, porque Roxana me miró con una cara de demonio que pocas veces se la he visto impregnada.
- ¿Y tú qué crees?
Aquello me provocó mucha pena.
Le propiné un par de besos. Uno en la frente, otro en la mejilla. Se le veía con tantas ganas de largarse y de dejar todos sus problemas sembrados en la tierra, allí, tras una cancha de fútbol, en un inhóspito lugar en Las Torres de Limatambo; y me volví a apoyar en la pared, junto a ella, y seguí fumando.
- Lili, no sé qué hacer -susurró-. No tengo ideas...
- Así pasa, así pasa a veces... -Le aseguré.
Luego vi todos esos caracoles aplastados mientras Miriam se acercaba; en su pelo mojado aún se sentían las gotas de agua resbalar, y estaban todos estos asquerosos cadáveres esparcidos por la tierra, mientras Roxana aún tenía aquel varulo sostenido entre sus dedos, nos miraba mientras nosotras dos nos saludamos y nos dimos un par de besos calientes en las mejillas.
- ¿Qué sucede?
- Nada... -le dije, aunque en definitiva pasaba algo- Roxana y yo anoche terminamos bebiendo... -y lo decía porque anoche habíamos estado juntas y, efectivamente, habíamos estado bebiendo-. Creo que hay algo que no nos quiere contar... -aseguré.
Luego de un suspiro, proseguí:
- En realidad no tengo ni idea de lo que pasa... -Y es que estaba demasiado preocupada pensando en Miriam y en lo hermosa que era, mientras ella se enfrentaba al sol una mañana de febrero cualquiera después de un duchazo.- Bien, creo que eso es todo.
- Bueno... -dijo por fin Miriam.- ¿Qué hay, Roxi? -Finalizó.
Miriam era de contextura delgada y tal vez demasiado baja. El sol de la mañana nos caía en la cara.
Roxana, que estaba tan dispersa (casi en otro mundo) la miró por un segundo antes de darle una nueva pitada a su enorme varulo, y luego botó un montón de humo que quedó flotando en el aire antes de desaparecer. Luego se ajustó el pantalón que llevaba puesto y en donde se encontraban también colores fosforescentes.
Roxana hacía malabares, llevaba consigo cosas...
- Estoy embarazada -dijo por fin.
En cambio, Miriam llevaba un bolso, y en este bolso había una serie de cosas. También llevaba un polo delgado que hacían resaltar sus senos y su pelo, que por lo general se le veía amarillo, o castaño, lo tenía ahora negro, debido a que estaba húmedo y amarrado en una media cola.
Y en ese instante ella me miró. Yo deseé con todas mis fuerzas poder llevarla a una cama donde sacarle de a pocos la ropa.
- ¿Estás segura? -Le preguntó Miriam- ¿Estás completamente segura de ello?
Las tres permanecimos de pié, y miramos la canchita de fulbito despegar. Sujeté a Miriam por un segundo y apoyé mi cabeza en su hombro.
Roxana reaccionó incómoda.
- ¡Maldita sea! -Gritó.
El edificio en el que nos encontrábamos apoyadas era rojo, como casi todos los demás. Y encima nuestro cada ventana traía algo especial. Un color diferente o una cortina distinta. Persianas, o cualquier otra cosa. En una de ellas logré divisar alguna colección de muñecas Barbie e innumerables ositos de felpa. Logré divisar un Garfield color rojo que no me interesó para nada.
Yo era muy joven aún, y no me cuestioné el destino de Roxana.
- Vamos por unas cervezas -gritó.
- ¿Tú crees?
- Sí. Vamos...
Miriam y yo la abrazamos.
VII. Droguerto no tiene a nadie
Cuando me refugié en mi música de manera definitiva, sucedió que mis amigos, de un momento a otro, en la Universidad donde estudiaba y en el barrio, me dieron la espalda. Fue un invierno caprichoso el de 1997 y me dejó sin habla, sin nadie.
Entonces el pelo creció más de la cuenta y a mis dieciocho años hice planes de largarme para siempre de casa. Ya no me interesaba ni mi madre, ni mi padre, ni sus problemas, ni su separación. Cuando por fin la cosa explotó en casa yo me encerré en mi cuarto a dormir y escuchar Nirvana. Kurt Cobain reflejó por entonces mi estado de ánimo y mi depresión.
Por fin llegó la oscuridad total y me oculté debajo de mis ropas negras y mi mal humor constante. Llegó el día en que olvidé de bañarme, y cada vez que salía acomodaba mi walkman negro y mis wiros en el bolsillo delantero de mi pantalón militar. Era un guerrillero (en el sentido más artístico de la palabra) era un músico desconocido y un paria. Pronto la gente con la que me cruzaba en la Universidad eran solo bohemios o drogadictos innombrables. Pronto prefería perderme con ellos y comprar marihuana en lugar de entrar a mi clase de Ética y deontología.
Kurt Cobain se suicidó y yo también me iba a suicidar. Pero mi padre decidió irse de casa antes que yo y nos abandonó. Entonces no me reuní a llorar con ella (mi madre) en su habitación, sino que yo también me encerré, y Kurt Cobian siguió dando de alaridos por toda mi casa junto a una fragancia muy amarga, producto de horas de desvelo y llanto, y mucha droga y desesperación.
Entonces pensé que yo nunca sería bueno para nada. Droguerto nunca será bueno para nada, y nunca le servirá para nada a nadie, pensé, y me deprimí aún más. Un día salí a pasear por mi casa, creo que era un viernes cualquiera sin nada de gloria, y me limité a dar de tumbos por ahí, borracho y sin ningún bar cerca, solo medio wiro sin fumar y un casete de Nirvana que ya nadie escuchaba, sólo un imbésil como yo, sin lugar a dónde ir, y sin nadie, ni un solo amigo se acordaba de mí. Después de años enteros de lucha, después de tantos sueños destrozados y tantas promesas incumplidas, Droguerto se desmoronaba a unos metros de casa. Fue cuando escuché ese ruido extraño. Estaba sentado en las escaleras de una casa abandonada, frente a una de esas enormes construcciones de concreto (tanques) que almacenan el agua sin usar. Escuché el lamento de un gato en medio de la completa oscuridad. Era un gato pequeño. Maullaba. Pero yo no estaba para gatos. Menos para un gato pequeño, de ésos que te piden comida a toda hora y en los que tienes que concentrar toda tu atención. Y este gato estaba varado en medio del parque frente a donde yo fumaba. Maullando todo el tiempo (¿buscaba comida? ¿cariño? ¿un techo dónde abrigarse?) o qué sé yo.
Me apuré en terminar de fumar lo que quedaba del wiro y volver a casa.
Cuando vivía en Magdalena todavía era un niño. Conocí amigos como la Hilacha. Era un tipo mucho menor que yo, algo inquieto, algo gay también, pero sobretodo era un buen tipo. Parecía uno de ésos que van de aquí a allá todo el tiempo, sin pegarse demasiado a nada. Entonces un día conversamos. Le acompañaba su prima Paty. Paty vivía en un hueco, quiero decir, vivía junto a uno de ésos lugares donde expenden drogas de todo tipo. El lugar era llamado por todos Tienda, lo que significaba muchas cosas. Pero nosotros sólo parábamos por ahí, dando tumbos, así que no nos importaba nada. Ni que Paty viviera en un hueco, ni nada. La Hilacha tenía el pelo amotinado. Decía que en cuanto saliera del colegio se dejaría el pelo largo, hasta la mitad de su espalda. Fue una promesa que cumplió.
Finalmente caímos rendidos con la noche. A la Hilacha no le interesaba nada y Paty era casi de su edad. Contemplamos el devenir de las nubes rojizas que ese verano, no recuerdo cual, nos miraron abandonados, arrojados a nuestra suerte en la ciudad.
Yo vivía un romance platónico con Paty.
- ¿Ahora qué hacemos? -preguntó.
- Nada, esperar el placebo... -le dijo la Hilacha.
Tuve unas terribles de abrazar a Paty y decirle cosas horribles.
- ¿Qué es placebo...? -Preguntó Paty, consternada.
Yo no sabía qué hacer. Estaba loco por ella. Paty lanzó una carcajada. Sus facciones eran suaves, y su pelo era desordenado. Sus ojos eran increíbles. No recuerdo qué tipo de cosas vestía, yo no me fijaba en eso.
- Me estás jodiendo -dijo Paty- ¿qué es placebo?
La Hilacha bostezó. Estábamos sentados, mirando el mar. Parecíamos muy tranquilos con todo esto, pero no era cierto. No nos importaba nada. Nunca íbamos a la playa, ni nada.
La Hilacha se susurró algo al oído a su prima. Paty rió. Se miraron de forma extraña. La Hilacha me dijo:
- ¿No es cierto?
Lo miré fijamente.
- ¿Qué cosa?
Retuvo sus palabras en la punta de la lengua, entre sus dientes. Sonrió. Era extraño que Paty, siendo lo hermosa que era, fuese primo de la Hilacha.
- Ya sabes -me dijo- ¡Placebo! -y empezó a moverse de manera extraña.
- ¿Eh?
Yo era algo mayor que ellos, pero muchas veces no entendía lo que decían. Hablaban en clave.
- Puta madre -susurró la Hilacha.
VIII. Gustavo Petrovich
Marcel ha conseguido los demás discos de El Salmón en Quilca. Yo mismo lo he acompañado. Ambos discutimos la situación actual de Marc en el micro.
- ¿Qué dices?
- Que está ensimismado, catatónicamente indefenso...
Marcel miró por la ventana del micro. Sus ojos estaban rojos por la marihuana. No sonreía pero tenía una especie de mueca en la cara. Su bigote estaba crecido y su barba también. El cabello le llegaba a los hombros.
- ¿Cómo que ensimismado?
- Ya sabes -empieza a explicar Marcel-, está enganchado...
- ¿Enganchado a qué?
Marcel volvió a cabecear encima de su asiento. Junto a nosotros había un gringo muy raro que se bajó a la altura de la avenida Arequipa, en Lince. Procedí a sentarme en su lugar, junto a Marcel.
- Entonces, ¿crees que Marc actúe de manera sincera con nosotros?
Marcel sonrió, movió la cabeza de un lado a otro.
- Ya veremos qué pasa... -dijo.
Bajamos y caminamos por Quilca. Es un miércoles cualquiera y no hay dinero ni ganas de hacer nada. Caminamos por la pista y subimos hasta la altura de El Averno. De repente nos dan ganas de fumar y volvemos en dirección contraria. Nos metemos en la feria César Vallejo, donde venden gran variedad de libros usados y discos piratas. Hay puestos donde venden casetes y polos con nombres de grupos subterráneos y “anarcopunks” (había cierto misticismo en todo esto) y Marcel llevaba una camisa de franela a cuadros.
El puesto de La Mosca estaba cerrado. Decidimos dar una vuelta por la plaza San Martín y fumar.
- Marc siempre tan materialista...
- La invitó a ese restaurante...
- ...¿Alfresco?
- Sí...
Estábamos agazapados. La gente alrededor nuestro caminaba y hablaba por igual. Una señora muy gorda separó ambas cejas al vernos fumar, hizo un:
- Ts, ts, ts...
Continuamos hablando:
- Entonces Marc la llevó a comer, pagó con su tarjeta, ya sabes...
- ¿Y después?
- Naa... Se la llevó a caminar por ahí.
- ¿A dónde?
- Al olivar.
Marcel y yo sonreímos.
- Qué romántico...
La señora desapareció confundida entre la multitud. Creo que había un montón de gente lavando la bandera o algo por el estilo. Creo que se respiraba un aire patriótico.
- Entonces Marc le dijo que no sabía besar bien, y le pidió a Lucciana que por favor le enseñara...
- ¡Ja, ja, ja, ja!
- ...y ella lo hizo.
Le di un toque al wiro entre mis manos y boté el humo al cielo carente de estrellas. Habían pintas por todos lados que rezaban cosas como “ABAJO LA DICTADURA”, “¡DEMOCRACIA!”. Lima era un hervidero, las cosas andaban algo inquietas... Pero nosotros fumábamos, y la gente alrededor ignoraba por completo nuestra existencia.
Volvimos a bajar por Quilca:
- Te digo que el huevón hizo que sucediera todo esto, lo complicó todo, huevón.
Marcel asiente. Levanta los hombros. Dice que ya no le importa nada, ni siquiera eso. Pero a mí sí me importa, y vuelvo a pensar en Lucciana una vez más.
Estamos en el puesto de La Mosca. La Mosca es una especie de ente. Pasa la mayor parte de su vida entre Galerías Brasil y Quilca surtiendo de música a algunos puestos especializados en cosas un poco difíciles de encontrar.
- Oye, man... -La Mosca saluda a Marcel con un apretón de manos.
En pocos minutos su puesto ya está abierto al público. No parece tener gran cantidad ni variedad de discos, ni nada. Resulta extraño.
- Conseguí los casetes... -dice, por fin.
Yo estoy cansado de esperar.
Marcel asiente y mira un par de discos de Piero y Charly García.
- Algo le pasa a tu perro... -le susurré a La Mosca.
El perro de La Mosca yace sobre una manta marrón, algo hippie, sucia de barro y de polvo. Señalo sus patas traseras. La Mosca le propina un par de patadas suaves en la cabeza.
- ¡Vamos, Rilo, ya! ¡Levántate!
El perro lanza un suspiro.
Le entrega los casetes a Marcel. La cubierta de los casetes está dibujada con lápiz. Un intento vano de imitar la carátula de El salmón. Marcel le paga diez soles por los cinco casetes. La Mosca dice que en Polvos Azules venden el paquete con cinco discos, no sabe a cuánto. Dice que es una caja, y que en la caja hay un librito con las letras y algunas fotos donde a Calamaro se le ve cadavérico, oscuro, flaco, como un drogadicto... La Mosca sonríe. Dice que se pasó una noche escuchando y grabando el material. La Mosca volvió a sonreír. Está raro el álbum, dice. Un poco rarito está, y termina.
La Mosca dice que lo llamemos por si necesitamos algo de hierva. Yo no sabía que Marcel le comprara a La Mosca marihuana, pero parece que Marcel tampoco sabía que La Mosca vendiera. Yo le pregunto una vez que estamos afuera, cómo conoce a La Mosca. Y Marcel dice:
- Un amigo de la Universidad me lo presentó.
Yo le pregunto que qué amigo de la Universidad es ése que le presentó a La Mosca.
- Un amigo que no conoces.
Volteo y examino los casetes. Marcel parece contento. Parece que ya no piensa más en Lucciana y puede descansar un poco más de todo esto por un rato.
Sonríe.
- Ahora sí debo ser el único sujeto en toda esta ciudad con el álbum completo de El salmón.
Le doy la razón.
- Sí. Tú y el tío ése de Polvos Azules...
Es domingo temprano. Me despierto agitado con el sonido del teléfono. Corro hacia él atravesando la sala de estar con la televisión prendida. Son las doce del mediodía. Contesto el teléfono. Es Walter.
- ¿Cómo te va Gustavo?
- Bien...
- Te he despertado... -Walter lanza una carcajada.
- Así parece.
Asomo mi cabeza por la ventana. Mi madre riega el jardín, sin zapatos, y escucho que Tomás está tocando guitarra en algún lado.
No sé por qué está prendido el televisor de la sala, y lo apago.
- ¿Viste lo que pasó anoche?
- ¿Por qué no apareciste?
Escucho la respiración nasal de Walter...
- ¿Viste lo que pasó anoche?
Veo una vez más a mi madre. Riega el jardín sin zapatos y me temo que se va a enfermar.
- ¿Lo de Montesinos, lo del nuevo vladivideo?
Walter lanza otra carcajada.
- Ya fue el chino, ¿no?
- De hecho.
- Hace rato.
- ¿Y ustedes qué hicieron? -pregunta Walter.
- Estuvimos aquí, en mi casa.
- ¿Quienes?
- Marcel, Marc, yo... y creo que también estaban Dedo y El Men...
Escucho que Walter dice algo así como: esa gente...
- ¿Y qué pasó? -me pregunta- ¿qué pasó con Lucciana y Marcel, y todo ese rollo...?
Me pregunto que por qué Walter pregunta esto, justo ahora, cuando yo lo único que quiero es volver a mi cama y volverme a dormir, o llorar.
- No sé, creo que todo está bien...
Error: Marc había roto un cenicero valioso que estaba estúpidamente escondido debajo de una mesa, alguien había orinado encima de una bolsita incaica de Lucciana, la habían llenado de latas de cerveza y la habían botado a la basura sin titubear.
- ¿Qué más? -preguntó Walter, entre risitas.
Marc y yo nos habíamos batido a golpes escuchando las primeras canciones del segundo disco de El salmón. Finalmente nos habíamos odiado después de poner sobre la mesa nuestra verdadera condición frente a ella.
- ¿Y qué más?
- No sé huevón, fue extraño.
Estábamos en la mesa, sentados, bebiendo, cuando Marc había dicho que yo era un maldito hijo de puta, no sé por qué (supongo que por haber intentado ligar con Lucciana en determinado momento) y yo le dije que el único hijo de puta era él, y empezó a sonar una canción larguísima y absurda (sin duda alguna, desquiciada) en algún momento del disco quinto, y todos empezamos a gritar: que era un puta, que Lucciana era un puta, y que nosotros éramos unos completos hijos de puta por estar así con ella.
- Asu...
- Es todo lo que te has perdido, Walter.
Error: empezamos a llamar por teléfono a números de gente apellidada Eloy (sólo para gritarles ¡Eloy! ¡Eloy!) y a los pocos minutos nos devolvieron la llamada con amenazas de demanda, a eso de las tres de la mañana...
Antes de colgar, Walter me pregunta:
- ¿Y qué más va a pasar ahora con Lucciana?
- Qué más va a pasar... pues nada. Supongo que tarde o temprano desaparecerá...
Walter reniega, dice que no puede desaparecer antes de hacerla con ella.
- ¿Hacer qué con ella, Walter? -le pregunto.
Walter dice:
- Ya sabes, hombre.
Y yo cuelgo.
IX. Marcel´s Fucking Head I
Era joven. Escuchaba Bob Dylan. Me emborrachaba rápido y me enamoraba igual. Luego vinieron días horribles en los que no pude dormir, y esto cambió mi rutina. Empecé a escuchar Nueva Ola por AM, y los lunes se volvieron sábados. Empecé a fumar cigarrillos más de la cuenta. Un día, en la Academia horrible donde me encontraba, me di conque me dolía terriblemente la espalda, y pensé en mis adoloridos pulmones. Pobres pulmones. Comprobé que ya no aguantaba tanto tiempo dentro del agua en la piscina de un amigo, y decidí dejar de fumar. Estaba en esas cuando Marc (mi amigo de la infancia, el de la piscina) me presentó un día soleado de verano a un viejo compañero suyo de su promoción. Se hacía llamar Billy, y este amigo suyo, Billy, me aconsejó fumar más hierba. Yo me reí y le dije:
- Claro. A mí me gustaría fumar ahora mismo un tronchito...
Así que salimos a pasear. Yo no fumaba mucha marihuana entonces, aunque escuchaba Bob Dylan y también escuchaba Lou Reed. Tenía el video completo de Woodstook en VHS que nadie tenía. Había conseguido en Quilca un casete pirata de Pet Sounds de los Beach Boys que aquí es imposible de conseguir. Pensé en ello y le dije a Billy, muy serio:
- Rayos, dónde es que consigues moños tan buenos.
- Bueno... Ehhhermano... La ganya no se vende, tú sabes, es un regalo de Dios.
Marc y yo nos miramos.
- Entonces, me estás diciendo que tú mismo la cultivas...
Billy hizo una pausa, seguía fumando.
- Hermano... la ganya es un regalo de Dios.
- Sí, eso ya lo dijiste. Pero lo que te pregunté es dónde la consigues.
Billy le dio una fuerte pitada a su enorme varulo. Su cabeza estaba repleta de dreads y hablaba con pequeñas pausas. Era un tío realmente molesto.
- Uyy... bueno, qué más da. Les daré el número...
Así conseguidos el número de Pete, cara de chulo. Un dealer que realmente la movía y vendía marihuana a partir de diez dólares. También vendía una excelente cocaína a veinte soles el falso y Billy nos prometió calidad. Al menos en cocaína. Solo nos dijo que tratáramos con cuidado al sujeto. Que a Pete, cara de chulo, le patinaba el coco. Andaba un poco trastornado desde que mataron a su hermano a golpes frente a la embajada de España. Era una cosa de locos.
Así que Marc y yo nos reímos y decidimos comprar una buena cantidad de esa hierba tan verde y dulce que nos había prometido Billy. Decidimos comprar por primera vez marihuana.
- Vamos, Marc. Apúrate.
Fue un día raro. Me desperté demasiado tarde y llevaba conmigo la misma ropa con la que había dormido. Recién empezaba a dormir en el segundo piso que arreglaron mis padres para mí solo, encima de ellos. Así que hacía prácticamente lo que quería. Recuerdo que yo les había dicho: “Es todo, me largo”, y ellos dijeron: “Perfecto, vivirás arriba”. Creo que fue la vez que escuché tres veces seguidas “Like a Rolling Stone” y quise recorrer Estados Unidos como Jack Kerouac en los años cuarentas.
- ¿Por qué te demoraste tanto?
Marc salió disparado. Vestía una ropa de baño vieja y un bibidí blanco.
- No sabía qué excusa darle a mi viejo.
Se empezó a morder una uña mientras caminábamos. Ya esperaba malas noticias de parte suya.
- ¿Y conseguiste el dinero?
Marc rebuscó en su billetera.
- No. Solo tengo diez soles.
- ¿Y ahora?
Dimos vueltas alrededor del parque César Vallejo.
- Vamos a casa nomás. Hace un calor de mierda.
- No. -Le dije- No quiero volver a casa y pensar que todo es igual.
Se me ocurrió una idea.
- ¡Esa gente!
- Qué hay Marcel.
Dedo y El Men me miraron desconcertados. Entonces aún eran casi unos niños.
- Ahí -dijo Marc- ¿qué planes?
- Nahh... Estábamos buscando algo qué hacer. -Dedo era sumamente flaco y su pelo era marrón y desordenado. Su cara era larga y graciosa. Vestía polos muy grandes y pantalones también muy grandes.- ¿Y ustedes, qué piensan hacer?
El Men se dedicaba más que otra cosa a fumar cigarrillos y a andar todo el tiempo metido en la capucha de su sudadera marrón.
- Bueno. Nosotros íbamos a comprar, ya sabes. Algo de marihuana...
A Dedo se le iluminaron los ojos.
- ¿En serio?
- Sí... es solo que no tenemos suficiente dinero.
El Dedo miró a El Men. El Men siguió mordiendo su encendedor con la mirada perdida.
- Eh, ¡eh! ¿Y si yo pusiera lo que falta?
- Bueno, sería excelente.
- ¿Me darías mi parte?
- Claro que sí.
Creo que a Dedo le decían Dedo porque se tenía el dedo al culo...
- Bueno, bueno -dijo Dedo- pero yo no fumo mucho.
- Ni yo.
- Entonces vamos a mi casa. Ahí tengo dinero. ¿Cuánto es lo que falta?
- Un minuto -dijo El Men.
- ¿Qué? ¿Qué sucede?
El Men no llevaba consigo aquella sudadera marrón, pero cuando la llevaba puesta se metía en su capucha y parecía ALF en aquel capítulo en el que se lo llevan a la NASA. Creo que era la primera vez que lo escuchaba hablar.
- Yo también voy a poner.
- ¿Qué? -Gritó Dedo- Yo no sabía que tú fumaras.
- Es igual. -Dijo El Men- ¿Cuánto tengo que poner?
- No lo sé -musité, mirando el parque.- ¿Cuánto es lo que va a poner cada uno?
Ambos me miraron desconcertados.
- Hagamos una cosa. Tenemos que reunir 35 soles. Marc pone 10, y yo pondré 10. Entre ustedes dos, pongan 15. Tomando en cuenta llamadas y todo eso.
Dedo y El Men se miraron.
- Escucha -propuso Dedo haciendo un ademán extraño con sus manos y con todo su cuerpo.- Van a comprar 10 dólares, no.
Marc y yo nos miramos.
- Así parece.
- Y si entre... El Men y yo... hacemos... 10 más.
- ¿Qué, 10 dólares más?
Marc y yo nos miramos.
- Asu, ¿tanta hierba?
- ¿Tú qué dices, Men?
El Men había se vuelto a meter su encendedor anaranjado en la boca.
- Creo que me parece bien.
Entonces tomamos el dinero y caminamos en dirección a su casa.
Llegó el día en el que tuve que meterme a ese asqueroso edificio, donde supuestamente ingresaría a la Universidad. En el transcurso de los meses que habían pasado ese año sucedieron muchas cosas. Me metí con Lucía. La conocí un día de fiesta en casa de unos tíos (creo que Lucía es una especie de pariente lejana, o algo por el estilo, pero ella no lo sabe, y sus padres tampoco lo saben) y luego terminé con ella. También me enamoré de una chica hermosa que sacaba copias en los alrededores de la Universidad Ricardo Palma mientras yo imprimía lo que sería mi primer intento de novela. Tuve ganas de hablarle, pero no lo hice. Y en fin, no es nada importante y sería inútil hablar de ello.
Terminé de leer libros que me sirvieron como herramientas claves para escribir por primera vez una novela. Estaría ambientada en la década de los sesentas, en Estados Unidos. Y sería una especie de fantasía, de vivir en una época en la que me hubiera encantado vivir. Y empecé a vestirme como mis personajes y la gente empezó a mirarme extraño. Me volví vegetariano. Luego mis padres me enviaron a vivir arriba. Pensaron que estaba loco. Aproveché al máximo mi soledad para escribir a mano mientras ellos pensaban que yo estaba estudiando. Luego subirían la PC y sin decirle nada a nadie pasé en limpio aquellos capítulos.
Finalmente un día pasó lo que tenía que pasar, y me llevaron a aquel horroroso edificio que para mí sólo significaba otro gran pedazo de estableshment más hecho concreto. Me llevaron en carro y me desearon mucha suerte en la puerta.
- ¿Qué parte de “yo no quiero ingresar a la Universidad” no entendieron?
- Suerte, mi amor.
Amaba a mi mamá, aún la amo, pero entonces pensaba que ella nunca me iba a entender, y como máximo signo de desprecio y venganza y rebeldía hacia todo me limité a largarme de aquel lugar para siempre sin interesarme por nada en el mundo.
- ¿Qué pasó, Marcel?
Justo tenía que encontrarme con mi viejo en la entrada del pasaje donde quedaba mi casa.
- ¿Estuvo tan rápida la cosa?
- No estuvo nada, papá. -Le dije, muy serio.- Simplemente no lo di.
Fue la crisis más grande del mundo. Nunca vi a mis padres tan decepcionados conmigo. Como muestra de mi desinterés generalizado, subí y me dediqué a escribir todo lo que quedaba de aquel día de verano. A la mañana siguiente no me dirigieron la palabra.
Empecé a leer “Loca sabiduría, la historia de la generación Beat” que ellos mismo me habían comprado. Finalmente, después de leerlo en tiempo record, me convencí de que lo que había hecho era lo correcto. No iba a ser un universitario más; era todo un artista.
Pero artista es un término muy usado y muy manoseado por todos. Yo una vez conocí a un tío horroroso que tintaba cuadros horribles y decía que era un artista. También hay tíos locos que hacen adornos raros con plástico y dicen que es arte. Por mi parte, yo siempre he pensado que las dos formas más importantes de arte son la literatura y la música. Todo lo demás está muy por debajo de estas dos ciencias puras.
Por otro lado, yo siempre me he considerado un instrumento que solo sigue un camino predeterminado en la vida. Un instrumento de Dios. Y esto es ser un artista. Pero lo que yo necesitaba en ese momento no era otra cosa que un buen paco de excelente marihuana en mi haber. Así que llamamos a Pete, cara de chulo, desde un teléfono público, un tanto alejado de nuestras casas.
- Aló, ¿Pete? ¿Pete?
- ¿Quién habla?
- Un amigo.
La comunicación estaba terrible. Se oían chasquidos y una especie de interferencia local.
- ¿Un amigo?
- Así es.
- Yo no tengo amigos.
Dedo y Marc estaban muy impacientes, El Men prendía otro cigarrillo sentado al borde de la vereda.
- Rayos, sólo quiero comprarte dos pacos de diez.
- ¿Diez qué?
- Diez dólares, pues. Me dijeron que solo vendes en dólares.
- ¿Cómo te llamas?
- Marcel.
- ¿Dónde estás?
- Cerca al parque frente al colegio Santa María.
- ¿Cómo estás vestido?
- ¿Eh?
La máquina marcó un pito. Me apuré en meter otra moneda.
- ¿Qué como estoy vestido?
- Sí.
- Llevo un buzo, un polo blanco. Sandalias
- ¿Y qué más?
- Estoy con tres amigos. Uno lleva un bibidí y una ropa de baño, y también lleva sandalias.
- Okay, espérenme allí media hora. Frente al colegio Santa María.
- ¿Media hora?
- Sí... ¿20 no?
- Así es, 20.
- No demoro.
Colgué y nos dispusimos a esperar.
X. The lonely and saddest story of Lili and her little animals II
En el local dentro de Las Torres de Limatambo (sucio, bullicioso) donde Roxana, Miriam y yo conversamos, ponen música que es Nueva Ola durante toda la tarde. Cerca de las seis, nosotras sostenemos con fuerza vasos de cerveza helada mientras alrededor nuestro hay viejos tíos de cabelleras hundidas y voces estereofónicas que por momentos hablan de Roxana y de Miriam como si fueran valiosas piezas de sexo (a pesar de su mal aspecto, y el sol, ¿o es precisamente por sus ojeras y por su piel blanca y resinosa?) y solo después de breves minutos de desconcierto e intoxicación, reconozco entre conversaciones absurdas la voz gangosa de César Hichicaua que sale del viejo aparato del tipo que en este instante atiende la mesa y se ríe.
Yo, mientras tanto, les digo a Roxana y a Miriam que todo va bien, que de seguro son Los Doltons y que ciertamente estamos a salvo en un lugar como este.
- Pero qué lugar tan horrible -balbucea Roxana, mientras sorbe otra vez su vaso y nos mira.
Miriam ríe, y después de eso me lanza una de aquellas miradas que me ponen la piel de gallina y tengo que cruzar las piernas y esperar.
Luego, Roxana agrega:
- Tú no lo sabías, Lili -señalándome, con uno de los dedos que mantiene firmes mientras bebe su cerveza helada y fuma-. Pero yo tenía mucho frío, demasiado frío -eructa, despidiendo una bola de humo por su boca, y otra vez balbucea- y estaba con resaca... -se tambalea, hace un par de movimientos y después se cae- estaba terriblemente mal a eso de las cinco y media de la mañana -me dice-, la única maldita hora en todo el día donde los vientos huracanados del sur se cuelan hasta llegar a la ventana de tu segundo piso en Breña... -Miriam y yo nos miramos, aguardamos con los ojos muy abiertos, y después Roxana nos hace temblar- Pensé que habría un ventilador, ya sabes, en tu sala, o en tu cocina, o en el comedor de tu casa, en fin... en alguna parte, pero no, ¡no había nada! -Aguarda un segundo, y después continúa.- Me levanté del piso como pude, Dios, no era la primera vez que pasaba la noche fuera de casa, pero tenía esa sensación...
Hay un segundo de completo y absurdo silencio en la que todos en el local aguardan inmóviles. Miriam sonríe lo más que puede y se ríe. Yo coloco mi mano sobre una de sus piernas. Roxana sujeta aquella papelina llena de cocaína y se la lleva al baño de prisa.
¿Estaría incómoda?
Le pregunté a Miriam si ella tendría sexo con nosotras.
Miriam rió:
- Pero qué dices Lili -retiró mi mano-. Me estás jodiendo, ¿verdad?
Pensé un segundo en ello.
- No... -le dije- eres tú la que me está jodiendo...
Intenté estamparle un beso, pero eso no funcionó.
Pude sentir bien que algunos de los tíos volteaban a mirar la escena conmovidos. Podía ver ese brillo en los ojos castaños de Miriam. Me erguí.
Escabullí mis dedos dentro de su faldita veraniega.
- No llevas calzón... -murmuré- eres un perra...
Miriam sonrió enseñándome sus dientes. Cruzó ambas piernas y esperó a que Roxana regresara por lo que quedaba de cerveza.
- El último sorbo siempre es el peor -increpé.
Entonces me puse a hablarles de sexo, y les recordé aquella vez cuando estábamos viendo películas mientras caían bombas en Sarajevo. Ambas me miraron extrañadas. Roxana dijo algo en voz alta:
- Oye, Miriam, creo que tu amiguita se me está insinuando...
A lo que Miriam dijo:
- No me digas nada... yo ni siquiera llevo bragas.
No me gustaba la idea, pero estaba ebria hasta la médula. Así que solo me digné a pensar en aquella palabra: bragas. Braguitas. Bragueta. Ansiaba comerme a Miriam. Definitivamente, ansiaba tocarla. Y mojar mi cara en su vagina peluda. Sí. Ansiaba sobretodo eso, lamerla. Lamerla toda. Y pensaba en ello mientras veía a Roxana (aquella chica de pequeña estatura, ojos verdes y azules, y pelo pintado de rojo) pagar algunas de las cervezas y tambalearse ante la estupefacción y la cara de todos aquellos tipos atónitos y viejos borrachos de las Torres de Limatambo durante el oscurecer. Y me sentía en la más mínima expresión. Obsesionada. Me daba asco a mí misma, mientras caminábamos entre aquellos edificios altos por la noche, y mientras Roxana (fuera de sí, completamente fuera de sí) prendía un cigarrillo tras otro. Y los encadenaba. Y por momentos prendía gordos canutos llenos de marihuana riposa que todas fumábamos porque estábamos ebrias, cansadas del sol de febrero, del calor del verano de 1998, del Fenómeno de el Niño y todo ese rollo. Porque ella (Roxana) iba a ser madre. Y había decidido no abortar. Y encima, había logrado mantenerse de pié todo este tiempo, sin tropezarse ni una sola vez en el camino, en la vereda de las Torres de Limatambo. Roxana era fuerte, decidida. Roxana se aventuraba.
Pero yo no.
Yo estaba enamorada de Miriam (¿o eso nunca sucedió?) pensando en ella cada minuto del día. Imaginando que íbamos a ser felices. Que viviríamos en aquella estúpida casa de campo, fuera de los dominios de las Torres de Limatambo al anochecer. Y ella sería poeta (o lo que quisiera ser) y yo sería socialista o feminista o trabajaría en una ONG dedicada a cosas importantes, como la familia peruana, o los derechos del ama de casa, antes de usar una prótesis al momento de hacer el amor con ella.
Roxana nos hizo una de aquellas bromas extrañas.
- Hay que tomarle fotos a nuestras vaginas peludas. Vamos, ¿qué dicen?...
- ¿Ustedes creen que alguno de estos tíos, quiera tomarle fotos a nuestras peludas vaginas?
- No lo sé, ¿están muy peludas?
- Pero qué dicen -agregó Roxana, luego de un prolongado silencio.
- Habría que preguntarles -sugerí.
Nos ocultamos debajo de unas escaleras y el humo.
- ¡Eh! ¡Miriam! ¡Vamos!
- ¿Qué? ¿A dónde?
- Mmm, vamos a mi casa.
- ¡A tú casa! ¡Qué!
- Sí, vamos... Breña no está muy lejos.
Miriam rió:
- Estás loca.
Esperé un par de minutos. Todo me daba vueltas.
- Roxana, ¡vamos! -grité.
- ¿A dónde, Lili? -respondió, minutos más tarde.
- A mi casa, vamos...
Hubo unos segundos congelados donde ambas, Miriam y yo, desesperadamente nos tomamos de la mano. Nos miramos.
- Y en tu casa... en Breña... ¿hay algo?
- ¿Algo como qué? ¿De beber?
- Sí... Lili, ¿hay algo qué beber?
Miré a Miriam. Ella me apretó la mano. Me apoyé contra la pared rojiza de uno de los edificios urbanos dentro las Torres de Limatambo. De pronto pensé en eso y le dije:
- Sí, definitivamente quedará algo de vodka de anoche, estoy casi segura.
Roxana estaba sentada en la vereda a los pies de un edificio. La gente que pasaba por ahí nos miraba. Y Roxana se encontraba agazapada, cubierta por la oscuridad de la noche.
Miriam me miró.
Yo lancé varias miradas al cielo, cubierto de estrellas apenas visibles durante el día. De pronto, de alguno de aquellos departamentos salía música de moda. Miriam sonrió y yo hice lo mismo. Mentalmente nos pusimos a bailar.
Le susurré al oído:
- Vamos.
Miriam negó con la cabeza.
- No tengo ganas, Lili.
- Eh... ¿por qué no?
- No lo sé.
Miré a mi alrededor.
- Confía en mí. Vamos.
No me miraba a los ojos, Miriam tenía la cabeza gacha y no me miraba.
- Simplemente no tengo ganas.
La tensión subió de mis rodillas a mi cerebro, repleto de cocaína. Mis hormonas oscilaban. De pronto me encontraba frustrada.
- Lili, estoy ebria... -aseguró.
Movía su cabeza a ambos lados tratando de alcanzar algo de lucidez. De pronto estaba llorando. Gemía amargamente. Y Roxana también lloraba (o podía ser que llorara desde hacía días) y yo saqué de mi bolsillo un cigarrillo arrugado y me puse a fumar.
- Pero qué les pasa, chicas, por Dios.
Después de varios minutos (en los cuales escupí, sentí rabia, y lloré) Roxana balbuceó con la voz entrecortada:
- No soporto más esto -sacudiendo fuertemente su cabeza-. Me voy a casa.
Miré a mi alrededor. Mi cerebro aplicó una enorme dosis de adrenalina que me devolvió parcialmente a la lucidez.
- ¿Dónde es que vives? -le pregunté, interesada en el taxi y en las posibilidades de que me jale.
- En Salamanca.
Roxana se puso de pié, tambaleante. Sacudió su pantalón viejo y desgastado. Había pasado como una hora. Miriam y Roxana se miraron largo rato. Luego se abrazaron.
Yo me encontraba allí circunstancialmente.
- Bueno, creo que yo mejor me voy.
Caminé un par de metros y esperé a que terminaran de hablar. Miriam y Roxana intercambiaban una serie de oraciones. Se abrazaban, se tomaban las manos. Lloraban. Se volvieron a besar. En la frente, en las mejillas. Conque la cosa se puso extraña y yo me fui.
- ¡Lili!
- ¿Qué pasó?
Había salido ya de las Torres de Limatambo. Era medianoche.
- Te jalo por allí, ¿qué dices?
- Me parece bien.
- ¿Y tú? -Preguntó Roxana- ¿qué vas a hacer, Miriam?
- No sé, ¿qué hay?
Ambas me miraron.
- Miriam, ¿vas a seguir chupando? -le pregunté.
- Sí... Puede ser, puede ser.
Enmudecí.
- No te pareció suficiente.
- Bueno -balbuceó-, es eso o quedarme aquí ¿verdad?
Roxana detuvo un taxi.
- Vengan, las dejaré botadas por ahí.
La situación de Roxana era jodida. Pero aún así, prendió un enorme y verde canuto en el taxi.
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